
Hace un tiempo hablé con una mujer que había pasado por una traición muy dolorosa. Me dijo con los ojos llenos de lágrimas: “Pastora, lo he intentado todo, pero no puedo perdonar. Cada vez que pienso en lo que me hicieron, siento que se me parte el alma”.
Su dolor era real y su historia muy parecida a la de muchas personas que siguen atadas a las heridas del pasado. Me quedé en silencio por un momento y luego le respondí: “No te culpes por sentir, pero recuerda que mientras te aferras al rencor, sigues dándole poder a lo que te hirió. El perdón no cambia lo que pasó, pero sí cambia lo que queda dentro de ti”.
Perdonar no siempre significa reconciliarse. A veces implica aceptar que algo terminó, dejar de buscar justicia con nuestras propias manos y permitir que Dios sane lo que nosotros no podemos reparar. Hay heridas que el tiempo no cura: solo la gracia lo hace. Y esa gracia se activa cuando decidimos perdonar: no por quien nos hirió, sino por amor a la paz que merecemos.
En mi libro Mírate bonita, mírate feliz hablo sobre cómo las marcas del pasado pueden convertirse en señales de victoria. Lo mismo ocurre con el perdón: no borra la herida, pero la transforma. Donde antes había dolor, Dios coloca propósito. Donde había lágrimas, pone consuelo. Y lo más hermoso es que cuando decides perdonar, tu alma vuelve a respirar.
Perdonar no es justificar. No se trata de decir simplemente “No pasó nada”, no; sino reconocer que ya no quieres que el pasado tenga la última palabra. Cuando entregas esa carga al Señor, Él toma tu debilidad y la convierte en fortaleza. Él no te pide que olvides, sino que sueltes.
Jesús entendía mejor que nadie el poder del perdón. Mientras colgaba en la cruz, dijo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. En Su momento de mayor dolor eligió liberar en vez de condenar. Ese es el amor que sana el alma: el amor que no busca venganza, sino redención.
Quizá tú también has sido herido por alguien que hasta ahora nunca te ha pedido perdón. Quizá las palabras o los gestos que esperabas nunca llegaron. Pero te lo digo: aunque nunca llegaran esas palabras, no necesitas una disculpa para ser libre. El perdón no depende de los demás porque es una decisión personal, un acto de fe.
Cuando eliges perdonar no le estás diciendo al ofensor “Ganaste”, sino que le estás diciendo al dolor “Ya no me controlas”.
He visto corazones endurecidos volverse tiernos otra vez después de entregar su herida a Dios. He visto matrimonios restaurados y familias unidas cuando alguien decidió dar el primer paso y decir “Te perdono”. Y he visto también personas que, al soltar el rencor, encontraron la paz que habían buscado toda su vida.
Si hay algo o alguien que te lastimó, no cargues más con eso. Mejor díselo a Dios. No importa si el proceso lleva tiempo; cada día que eliges soltar, el peso disminuye. Perdonar no te hace débil, te hace libre. Y la libertad que viene del perdón es la más hermosa de todas porque no solo sana el corazón, sino que también transforma el alma.
“Soportaos unos a otros, y perdonaos unos a otros, si alguno tiene queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros”, dice Colosenses 3:13. Perdonar es abrir las manos para que Dios ponga en ellas Su paz. Si hoy te animo a hacerlo, no lo hago pensando en que tu ofensor lo merezca, sino pensando en que tu alma necesita y merece descansar.