Los hijos son una de las bendiciones más grandes de la vida. Al convertirnos en padres de familia, Dios nos confía la educación de otro ser que viene a la Tierra con un enorme propósito. En mi caso, al inicio de nuestra responsabilidad como padres, mi esposo me motivó a leer libros acerca de cómo educar a los hijos. Fue así como encontré varios títulos interesantes que me enseñaron que debía conocerlos por aparte y que no podía esperar las mismas reacciones y comportamiento de cada uno.
De pequeños, cuando mis hijos hacían una travesura o se portaban mal y yo los regañaba, reconocí que, por ejemplo, que Cashito (sanguíneo, colérico y flemático) aprendía mejor con un castigo donde le quitara algunos privilegios; Juan Diego (melancólico y colérico), se intimidaba con una regañada severa donde le hacía ver la gravedad de su error; mientras que con Ana Gabriela (melancólica y colérica) funcionaba más la intervención de su papá que cualquiera de los castigos que yo diera.
Mi esposo y yo aplicamos la misma regla de oro que emplearon mis padres conmigo: jamás los comparamos. Nunca les dijimos cosas como “Él es más capaz que tú” o “Talvez a ella le iría mejor hacer eso que a ti”. Si bien alguna vez uno de ellos me reclamó diciéndome que yo tenía un favorito —cosa que no era así—, siempre les demostré que los amaba por igual, solo que hay diferentes tipos de emisores y receptores cuando se trata de dar y recibir amor.
Pasé aproximadamente doce años criando a mis hijos y dedicada a mi hogar. Fue un tiempo extraordinario en el que me entregué exclusivamente a ellos y que no cambiaría por nada. En ese tiempo aún no era pastora, ni llevaba a cabo las labores del ministerio que fundé con mi esposo. Además, fue una época en la que él y yo influimos en la personalidad de ellos para que pudieran encontrar su identidad. En pocas palabras, nosotros les mostramos el camino para que ellos mismos pudieran encontrar la respuesta.
Cash y yo, como padres, nos encargamos de reforzar en ellos los buenos hábitos y valores cristianos, pero la decisión personal de aceptar el amor y perdón de Jesús, y de servir a Dios, fue de cada uno en diferente tiempo. Ahora los tres están casados y tienen hijos, y cada uno por su lado funge como pastor a tiempo completo, pero nunca les impusimos el camino que debían seguir, solo se los mostramos y dejamos que fueran ellos quienes tuvieran un encuentro personal con Dios.
Como madre y abuela he aprendido cuán fundamental es que, incluso antes de que empiecen a hablar y caminar, comencemos a enseñarles buenos hábitos y valores a nuestros hijos, los cuales debemos reforzar en todas las etapas de su vida. Aunque ser padre de familia es complicado, es un rol fabuloso que Dios nos permite vivir para seguir creciendo como personas.