Muchas mujeres de mi generación –y algunas más jóvenes– crecimos creyendo que el verdadero poder viene de un título profesional o del trabajo. Sin embargo, eso no lo es todo ya que para ser grandes mujeres debemos establecer prioridades. En la actualidad los roles de la mujer son diversos: hijas, esposas, madres, hermanas, amigas y compañeras, entre muchos otros; por lo que al enfocarnos solamente en ellos olvidamos lo importante que es utilizar nuestra influencia para mantener unida a la familia.
En la sociedad actual, el concepto de la familia cada vez ha tomado menos importancia. Lamentablemente, muchas personas, medios y campañas no fortalecen la idea de mantener el núcleo familiar y, por el contrario, enaltecen proyectos que fomentan una vida individual autosuficiente. Sin embargo, la familia siempre ha sido importante para Dios, incluso la instituyó en Su plan perfecto antes que la misma Iglesia.
La Biblia es la mejor guía para aprender a vivir en familia ya que nos indica el camino a seguir. Por ejemplo, todo esposo debe ser no solo marido de una mujer, sino además atento, prudente, decoroso y proveedor, entre muchas otras cualidades. Hay personas que profesan un conocimiento de Dios ante la sociedad, pero con sus acciones contradictorias lo niegan, y esto poco a poco desintegra a la familia y la hace ver anticuada.
Los seres humanos somos seres sociales, por lo que la felicidad está estrechamente ligada a las experiencias familiares. La felicidad no existe como un sitio al final del camino o como un estado permanente, sino como un proceso que se renueva. Por ejemplo, cuando nos casamos el noviazgo llega a su fin, pero inicia el matrimonio que dura toda la vida. ¿A dónde quiero llegar? A que en cada proceso es vital el apoyo y compañía de las personas con las que pasaremos el resto de nuestra vida.
Nuestra influencia femenina también se aplica en nuestro núcleo familiar. Las familias se desintegran año con año porque adolecen, precisamente, una educación integral sólida y trascendente en la que podamos ejercer mando para corregir a nuestros hijos cuando sea necesario; esto para que cuando crezcan valoren la intención de sus padres por preservar el bienestar familiar.
Nuestro deber como padres y madres de familia es llamarles la atención a nuestros hijos cuando no están haciendo algo bien y motivarlos a ser mejores. Conocer a cada miembro de la familia es algo que requiere esfuerzo, tiempo y energía, y es el compromiso más grande que podemos cumplir con amor.
Los hijos son un regalo de Dios y nacieron por voluntad divina, no humana. Son una recompensa para nuestra vida, así que orientémoslos a buscar la voluntad del Señor a través de Su Palabra e invirtamos tiempo en educarlos, afirmarlos, consolarlos y disfrutarlos. Para preservar la familia y disipar cualquier amenaza de extinción debemos dejarle a nuestros hijos el legado de vivir con un propósito.