La Real Academia Española (RAE) define la palabra casualidad como la “combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar”. Soy fiel creyente de que absolutamente nada sucede por casualidad, es más, siempre he dicho que las casualidades no existen, puesto que cada situación que atravesamos a lo largo de la vida, por más fácil y difícil que sea, tiene un propósito que quizá en su momento no entendemos.
Como creyentes debemos tener claro que, en cada acontecimiento de nuestra vida, por insignificante que parezca, está implícita la voluntad de Dios. Por ejemplo, no tomar un tren y esperar el siguiente; anotar un número telefónico en una servilleta; despedirse para siempre de un familiar o amigo muy querido; ir al supermercado y olvidar comprar un producto en específico; ir el fin de semana a la playa y no a la montaña; o asistir a un retiro espiritual y no a un concierto de reggaetón. Todo, absolutamente todo, sucede por la perfecta voluntad de Dios.
En lugar de pensar que algo nos sucedió por casualidad, tenemos que pensar que, más bien, fue una señal o mensaje de parte del Señor, quien está con nosotros en todo momento, incluso en aquellos instantes que consideramos aparentemente aleatorios. Aunque no nos demos cuenta, Él siempre nos guía, nos protege y nos habla al oído, mente o corazón, por lo que debemos depositar nuestra confianza solo Él y tener presente que jamás estamos solos.
El Señor nos creó a Su imagen y semejanza, con dones y talentos únicos, y con un propósito enorme que debemos cumplir en la Tierra. La vida es un regalo demasiado hermoso, por lo que no podemos pensar que es casualidad que estemos en donde estamos. Hace muchos años me invitaron a ver un torneo nacional de voleibol, aunque pude haber elegido realizar alguna otra actividad, asistí al polideportivo, sin saber que ese día conocería al hombre que se convertiría en mi esposo. Sin duda, no fue una casualidad.
Asimismo, otro día, hace ya varios años, mientras trabajaba y cocinaba en mi casa, olvidé el teléfono celular en la cocina. Cuando fui por él me percaté de que la olla de presión que tenía puesta en el fuego estaba mal cerrada. Si no hubiera regresado por el aparato en ese preciso momento posiblemente ese mismo día una explosión habría causado destrozos y traumas de por vida.
Esta anécdota nos enseña que Dios, quien nos ama sin medida, trabaja en nuestra vida con decisiones importantes, con nuestros olvidos, con nuestros despistes, con lo trascendente y con lo cotidiano. Cada acontecimiento, por muy pequeño que sea, influye en gran manera en nuestra identidad y en las decisiones que tomamos. Con el paso de los años he aprendido que todo lo que nos sucede en cada etapa va construyendo la persona que somos y moldeando nuestra personalidad en Cristo Jesús. ¡Que Dios te bendiga!